Espíritu de montaña...espíritu errante...

El arrastrar de sus botas resonaba de forma seca a lo largo del camino de montaña. Era una mañana gris...la niebla entorpecía la vista y el viento silbaba y corría de forma triste entre las rocas y árboles del valle. No paraba de preguntarse, que había hecho...para caer en tan desastrosa miseria. ¿El qué?, no sabía...antaño fue rey...grandes riquezas poblaban sus arcas y grandes amigos, siervos y familiares le visitaban cada día. Echaba de menos el rasgar de la pluma contra las tímidas hojas del Gran Libro...ese sonido que surgía al escribir agravios y afrentas contra su raza. Echaba de menos el pasearse por los altos e inmensos pasillos y galerías de su amada Belegost...mirar las estatuas de sus antepasados, llenándose así del orgullo de los de su raza...perdiendo la vista en la oscuridad perpetua que siempre rondaba las estancias de la fortaleza y desafiaba la luz de las antorchas y braseros. Añoraba también el sonido de las fraguas y hornos, rugiendo día y noche...escupiendo lava y calor...que se convertiría en finas armaduras y armas de exquisita elaboración...el peso de la Corona en su poblada cabeza, la presión de dirigir una nación...la presión de defender a sus hermanos.
Saliendo de sus tristes reflexiones, se fijó en que un águila, descendía a gran velocidad por el barranco, ascendiendo de nuevo con un roedor entre sus garras. Entonces...lanzó un gran suspiro y se volvió. Vio al final del valle, la grandiosa puerta de Belegost la Grande...gran refugio de los de su raza...y hogar de historias y leyendas. Volvió a suspirar profundamente y se miró un anillo que llevaba puesto, con un gran zafiro finamente tallado. Seguidamente...tras acariciarlo un poco, se lo quitó súbitamente y lo tiró al barranco. Entonces...siguió andando para nunca volver...nunca.